SI ES MUSULMÁN

Breve declaración de fe evangélica

HAY UN SOLO DIOS verdadero y viviente, que es Espíritu y Creador de todos los espíritus, ya sean humanos o angelicales, y de todo el inmenso universo que nos ha revelado la ciencia. Sólo El es eterno y existente en sí mismo, dependiendo todo lo demás de El. El está presente en su universo en todo lugar y en toda época, pero se da a conocer en lugares y momentos específicos. Las Escrituras del Antiguo y el Nuevo Testamento (la Torá, el Zabur y el Inyil) constituyen el registro supremo de esta revelación que Dios nos da de sí mismo.

Actualmente existen copias auténticas de los libros del Antiguo Testamento en el idioma hebreo original anteriores a la era cristiana, y de los libros del Nuevo Testamento en el griego de antes del año 300 de la era cristiana (o sea, varios siglos antes del profeta Mahoma). Las traducciones de la Biblia se basan en estos documentos históricos. Hay pequeñas variaciones entre las diferentes copias antiguas (manuscritos, códices, etcétera), pero son insignificantes. No hay ni la más mínima evidencia de que judíos o cristianos hayan alterado deliberadamente las Escrituras, o de que haya existido una Torá o un Injil diferentes en el tiempo en que Mahoma dijo: «Sólo hay un Dios: el Dios vivo y eterno. El te ha enviado el libro que encierra la verdad, para confirmar las Escrituras que le han precedido. Antes hizo descender el Pentateuco y el Evangelio, para que sirvieran de guía a los hombres» (sura 3.1-2).

El hecho de que Dios es uno solo, es el fundamento básico de la Torá de Moisés. En el Injil se repite varias veces este principio que siempre ha sido la fe de los cristianos. Al mismo tiempo, la experiencia de los primeros discípulos al observar la vida de Jesús y escuchar sus palabras los llevó a la convicción de que El era, en un sentido muy especial, divino: «Mi Señor y mi Dios», son las palabras de uno de ellos.

Además, cuando después de la ascensión de Jesús al cielo y de acuerdo con su clara promesa, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos que lo esperaban, ellos comprobaron que Dios estaba obrando entre los hombres sin ser visto, no sólo como un poder o una influencia, sino en forma personal. Por lo tanto, el Espíritu Santo también es una persona. Los cristianos tradicionalmente han hablado de tres Personas en un sólo Dios, la Santísima Trinidad, pero en este caso, la palabra «Persona» no debe entenderse en su sentido más común. Las Personas divinas están vinculadas entre sí en la unidad de la Trinidad más estrechamente de lo que jamás podrían estarlo los seres humanos.

Ninguna analogía terrenal podría explicar adecuadamente lo que es la divina Trinidad. Por lo tanto, no debe sorprendernos que la mente humana sea incapaz de comprender cabalmente el misterio de nuestro maravilloso Dios, quien es verdaderamente Al Ghaib (el Escondido). Nuestra capacidad para entender su grandeza y su misterio es tan limitada como la que puede tener un gato (por usar una ilustración familiar) para comprender lo que yo hago cuando leo un libro, o me pongo a orar. Pero, ninguna explicación de la Trinidad es válida si no reafirma la unidad de Dios.

Dios envió a sus profetas a través de los tiempos para revelar a la humanidad su voluntad y algo acerca de su naturaleza, y para llamarla al arrepentimiento y la obediencia. Pero, cuando llegó el momento propicio, Dios mismo tomó la forma humana en la persona de Jesús, el hijo de María. Esto no lo hizo para borrar su deidad y aparentar ser un hombre, sino para que la naturaleza humana y la divina fuesen combinadas maravillosamente en una sola persona. Al llamarlo Hijo de Dios no nos referimos a su concepción milagrosa, ya que El es Hijo de Dios desde toda la eternidad, y sería blasfemia pensar que de alguna manera el Dios glorioso hubiera asumido un cuerpo para tener relaciones físicas con una persona humana, María, por más santa que fuera ella.

Ese título es una metáfora que habla de Aquel que posee la naturaleza de su Padre (como los hijos humanos) pero está más cercano al corazón de Dios. Como hombre, Jesús tuvo hambre, sed y cansancio, sintió tristeza, fue tentado, sufrió y murió. Al mismo tiempo, a través de su vida de perfección, mostró lo que Dios quería que fuese el ser humano. Como verdadero Dios manifestó la gloria divina a través de su vida entera y en la resurrección triunfó sobre la muerte. Al sufrir por la humanidad, ofreciéndose a sí mismo como el sacrificio perfecto por el pecado humano, reveló el asombroso amor de Dios, pues el amor, por su misma naturaleza, conlleva sufrimiento, y un Dios amoroso también debe ser un Dios sufriente. Por eso, la cruz es un símbolo tan significativo para los cristianos. Un discípulo de Cristo puede decir: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí». Este amor sacrificial ha sido una motivación tremenda para el amor y el servicio entre sus seguidores.

¿Por qué tuvo que sufrir? Porque desde Adán los hombres y las mujeres han sido pecadores y se han rebelado contra el Dios santo, por lo que se han hecho merecedores de su juicio. Ni las obras buenas, ni el sufrimiento voluntario, pueden compensar los pecados de ninguna persona, por más justa que ésta aparente ser. Solamente el sacrificio de un Hombre perfecto, que es Dios mismo, será suficiente para borrar sus pecados. Al quitar las transgresiones de en medio, el sacrificio de Cristo reestablece el vínculo entre Dios y el hombre, para que así éste pueda recibir el regalo de Dios que es el perdón gratuito y la vida eterna.

Solamente por medio de la fe se puede recibir la asombrosa gracia de Dios que nos ofrece Cristo. Esta fe, sin embargo, no implica solamente creer con el intelecto: también significa confiar en Jesús con todo el corazón y consagrarle a El nuestra voluntad. De esta manera podemos ver que no se trata, como han dicho algunos, de que la propiciación de Cristo nos da vía libre para salir a pecar otra vez. Más bien, ella nos transforma en personas nuevas, por lo que ya no tenemos más deseos de pecar.

La vida nueva en Cristo trae consigo el don del Espíritu Santo, que entra a nuestras vidas y poco a poco produce en nosotros las cualidades de Jesucristo: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Pero para esto, debemos cooperar activamente y utilizar los medios que Dios nos ha dado para crecer espiritualmente: la adoración en unión con otros cristianos, la oración personal, el estudio inteligente de la Biblia y su meditación, no la mera repetición de sus palabras. El Espíritu Santo nos da fortaleza para servir a Cristo, y nos reviste de dones especiales que podemos aprovechar para ayudar a otros y edificar a la comunidad cristiana.

Por último, llegará el día prometido en que Dios intervendrá una vez más en la historia del hombre mediante el retorno glorioso de Jesucristo, con lo que se pondrá fin a esta era, y este mundo tal cual lo conocemos, desaparecerá. El cristiano espera, sea en ese entonces, o después de su propia muerte, vivir en la presencia inmediata de Dios, sin ser asediado por el poder y la presencia del pecado, en aquel reino celestial donde todo mal habrá desaparecido, y donde el pueblo de Dios disfrutará por toda la eternidad de la visión perfecta de su belleza.

R. F. WOOTTON

(Tomado de su libro Musulmanes que encontraron a Cristo, Colección Musulmania Nº 10, 3ª edición, PM Internacional, España, 2009, pp. 85-89).